lunes, 14 de octubre de 2013

Crítica de THE ZERO THEOREM, de Terry Gilliam

A Gilliam hay que reconocerle un sello visual propio que no ha perdido frescura y que se ha mantenido imperturbable con el paso de los años y la llegada del digital y la tridimensión a la gran pantalla. The Zero Theorem, al igual que Brazil en los 80, 12 monos en los 90 o la más reciente El secreto de los hermanos Grimm, une armónicamente la fantasía artesanal con los fotogramas saturados de bits y colores propios de la modernidad. Gilliam nunca ha vendido su alma creativa a Hollywood, y gracias a ello cada estreno suyo tiene una entidad de pequeño fenómeno o cita ineludible para la comunidad cinéfila. La forma de proceder de Gilliam también le ha llevado a no mirar el trabajo de sus análogos y a desconocer las modas predominantes, una estrategia sensata para no perder un ápice de frescura pero bastante peligrosa si el objetivo es llegar a una audiencia grande. Los circuitos festivaleros siguen aplaudiendo a Gilliam conscientes de su importancia en el panorama cinematográfico de los últimos años (en pocas semanas The Zero Theorem se habrá proyectado en Venecia, San Sebastián y Sitges), pero seguramente pocos aplaudirán a un autor que ni cuenta con una nómina de fans fija ni parece dispuesto a abrirse a nuevas generaciones de cinéfilos (aunque en el cine de Gilliam se intuye una vena popular, los resultados son casi siempre films de firma y mensaje personal víctimas de la megalomanía y el barroquismo marca de la casa).


Con estas señas, lo mejor y lo peor que se puede decir de The Zero Theorem es que se trata de un film coherente y respetuoso con el espíritu Gilliam. En otras palabras: tan excesivo, surrealista e inabarcable como siempre. Original y único, pero sólo hasta el final de la proyección, porque la experiencia no se fija en el recuerdo. Gilliam viste a Christoph Waltz con ropajes imposibles y lo sienta en frente de un ordenador en cuyas entrañas se esconde el misterio del universo, el teorema imposible de descifrar. Y al final lo que molesta no es su singularidad visual, por muy cargante que ésta resulte: la verdadera desconexión con esta trama de ecos masónicos y punk se produce por la inconsistencia de un guion, que va expandiéndose poco a poco hasta derivar en algo deforme. Volvemos a apreciar el imaginario de Gilliam, pero también vuelve a evidenciarse la necesidad de que alguien conduzca a Gilliam no al camino más convencional pero sí al más sensato: The Zero Theorem está tan preñada de chistes y tan surtida de gadgets que no funciona ni como parodia ni como crítica, ni como sinsentido ni como cosmos cargado de símbolos. Hasta la ciencia ficción tiene sus límites, y a Gilliam le encanta sobrepasar todos los umbrales de la lógica. Nada nuevo bajo el sol: Gilliam sigue tan inmobilista en su hiperactividad como podía imaginarse.


Para los que quieren a Gilliam sobre todas las cosas y a pesar de los pesares.
Lo mejor: Los simpatizantes de Gilliam ya tienen juguete para unos cuantos años.
Lo peor: Los detractores de Gilliam tenemos un nuevo título sobre el que apoyar nuestras teorías.

Nota: 5

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