martes, 24 de septiembre de 2013

Crítica de EL MUERTO Y SER FELIZ, de Javier Rebollo

¿El muerto y ser feliz es una película literaturizada o un cuento breve hecho película? ¿En ella nacieron antes las imágenes o la voz narradora que nos cuenta lo que sucede en pantalla? (esto último, evidentemente, a sabiendas de que en el proceso de montaje las dos partes fueron retocadas para conseguir un estilo homogéneo). Todo ello preguntas más que razonables que uno formula al ver el nuevo trabajo de Javier Rebollo, director a contracorriente que ama el interrogante, o al menos lo antepone a la respuesta sin aspavientos. El muerto y ser feliz es un misterio: si antes no sabíamos casi nada de Lola y desconocíamos quién era esa mujer que buscaba un piano inexistente, ahora asistimos al ocaso, tal vez a la huida, o quizás a la eternización, de un matón de poca monta con severos problemas de salud que viaja por los caminos secundarios de Argentina. La clave de Rebollo reside en observar a los personajes desde fuera, bien simulando que no se conoce más que lo que capta la cámara o bien escondiendo a conciencia los datos que circundan la historia. Datos, además, que en algunos casos son del todo decisivos y que reman a la contra del cine 'comercial' o 'convencional', aunque tal vez Rebollo prefiera el término 'habitual': nunca llegamos a conocer al personaje protagonista, por lo que el peso del film, paradójicamente, recae en un contenido pero a la vez desenvuelto José Sacristán, obligado a llenar el personaje a la vez que lo vacía de cualquier sentimentalismo o pista sobre su verdadera naturaleza e intenciones. Rebollo nos propone un viaje subyugante, y para disfrutarlo hay que rascar su aparente superficie de excentricidades, ya que en su interior anida un drama rotundo, una comedia socarrona, un western de espíritu clásico y una novela de caballerías modernizada. De Santos sabemos que tiene tres tumores y que su devenir culmina en una triple posibilidad, el ejemplo de final abierto más excitante en mucho tiempo; conclusiones, todas ellas, antitéticas, que trazan diferentes dibujos del personaje (a saber: vaquero hastiado, caballero andante fantasmagórico o niño al amparo de un helado): Rebollo, en definitiva, prefiere el multirrelato a la trama única, y ello precisa de una voluntad de entendimiento que no compartirán gran parte de los espectadores. El muerto y ser feliz podría parecer un largometraje muy pagado de sí mismo, pero en realidad es una gran 'pavada', término ché, que tiene el laconismo, el ingenio y el surrealismo de Borges y de Cervantes. Un film de viajes, metalingüístico, entre la realidad y la ficción, que junto al Mapa de León Siminiani y Los pasos dobles de Isaki Lacuesta da forma al espíritu aventurero de un cine español que aun discurriendo por los márgenes ha venido para quedarse.


Para los que saben que ir al cine es viajar en calidad de copiloto.
Lo mejor: Sacristán cantando el 'Pena, penita, pena'.
Lo peor: La película 'cuesta', incluso poniendo la máxima voluntad y atención.

Nota: 6

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