Mateo Gil es un caso extrañísimo. Ha escrito al alimón con Alejandro Amenábar algunos de los guiones más importantes del último cine español. Como director de cortometrajes ha destacado con piezas tan notables como Allanamiento de morada y Dime que yo. Ha ganado varios premios Goya, pero su nombre sigue siendo desconocido para el público no cinéfilo. Lo lógico sería que alguien que destaca en casi todas las disciplinas cinematográficas hiciese lo mismo como realizador de largometrajes, al final el verdadero cometido y objetivo de un artista que quiere vivir del cine y que disfrute del séptimo arte. Nadie conoce a nadie, primera incursión en solitario de Gil detrás de las cámaras, era un entretenimiento menor del que ya ni nos acordamos. Blackthorn: Sin destino marca un salto cuantitativo destacable: rodaje en Bolivia, en inglés y castellano, con el clásico de la casa Eduardo Noriega y el norteamericano Sam Shepard. A Gil le ha importado poco que el western sea en pleno 2011 un fósil sin apenas movimiento, por mucho que se empeñe Costner en Open Range o aunque Valor de ley suponga una estimulante excepción que confirma la regla. Gil ha querido rodar un western 'por amor al arte', o sea, 'al western', pero sin ninguna intención de 'hacer arte', o lo que es lo mismo, de sumar un nuevo título de interés al género. Blackthorn: Sin destino es técnicamente perfecta, irreprochable. Su música y fotografía están entre lo mejor del año y a pesar de la particularidad de la propuesta merece un par de candidaturas al Goya. Ahora bien: Blackthorn nace de la cinefilia, no del cine, y acaba siendo un alarde de técnica carente de alma, un repertorio de paisajes andinos esplendorosos por los que discurren dos personajes anodinos, sumidos en un discurso tedioso y envueltos en un conflicto poco o nada emocionante. Toda la euforia infantil que sentía Mateo Gil y sus coetáneos al ver la inercia del caballo y el rifle no está en Blackthorn. Y es una pena, porque ni España respeta a los autores (Gil lo es), ni lo económico pasa por su mejor momento (después del descalabro del film en las salas, Gil lo tendrá difícil para levantar cabeza) ni la sociedad aprecia el riesgo y la belleza melancólica de una cinta como esta (aunque al hacer balance la nota sea negativa). No hay que restarle méritos a Gil. El problema está en el anacronismo: entender de cine, hacer cine y gozar con el cine no está reñido con conocer el funcionamiento de las taquillas y los gustos de la audiencia (Nadie conoce a nadie llegó a destiempo tras unos 90 de terror light bajo el influjo de Scream; y Blackthorn aterrizó sin apenas promoción). Por la misma regla de tres, uno puede ser un excelente guionista y cortometrajista y ser un mediocre creador de largometrajes. Mateo Gil es un caso extrañísimo. Ojalá a la tercera vaya la vencida.
Nota: 5
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