El crítico de cine debería apreciar el riesgo de los directores de cine, su aplomo a la hora de proponer nuevos diálogos y estilos con independencia del resultado final. Al experimentar se avanza, e incluso los fracasos más estrepitosos pueden ser los proyectos más enriquecedores para actores y realizadores. After goza de ese riesgo que tan poco impera en el cine español, y eso lo convierte en un film apreciable desde sus primeros fotogramas. Pocos realizadores se regodean en la destrucción de sus personajes, y aún menos son los nombres que consiguen que sus actores encarnen en cuerpo y alma la corrupción, la soledad, la locura, las contradicciones y los distintos estados de ebriedad y desespero de la generación X (aquélla que antecede a la generación 'ni-ni' o, en términos cinematográficos, a los adolescentes de Mentiras y gordas). Si los seres de After son deprimentes y excesivos, la película no es menos complaciente. Rodríguez, que ya sorprendió en 7 vírgenes, se tira a la piscina y arrastra a un increible Guillermo Toledo, una Blanca Romero a reivindicar (nominación al Goya, algo más que Física o Química) y un Tristán Ulloa totalmente podrido. After no quiere ser una cinta popular: sus referencias son cultas (de ahí su escasa taquilla), su ristra de símbolos puede agobiar (el corazón de luz intermitente destaca como el más brillante) y aspira en todo momento a ser una suerte de Amores Perros española entre clubes y rayas de cocaína (también tenemos un perro malherido que escapa, otro símbolo). Más o menos buena, más o menos discutible, After tiene la fuerza de aquéllo que nos gusta y nos asquea, la sinergia de aquellas ficciones muy reales que tienen la capacidad y la osadía de cambiar el estado de ánimo de la platea.
After no se aleja demasiado del cine social de 7 vírgenes, pero Alberto Rodríguez ha querido enmascarar el debate con una trama que a nivel visual y narrativo tiene su ritmo, su coherencia. Rodríguez habla de lo que conoce: por algo el escenario es su Sevilla natal y sus seres tienen los mismos años que él (tal vez las mismas vivencias). After nos recuerda que todos necesitamos a alguien: de hecho, el trío viene a ser una unión más por necesidad que por verdadera amistad. La vida es difícil, aunque el contexto sea plural y globalizado. Los ordenadores han creado falsas relaciones vía chat o Facebook y conceptos como la 'amistad' o el 'amor' viven sus horas más bajas. Las discotecas se han convertido en los motores de actividad nocturna, aunque las drogas nunca son un buen aliado a la hora de divertirse (los protagonistas no disfrutan: huyen de sus vidas, aún a sabiendas de que ninguna persona puede huir de sí mismo). El matrimonio ya carece de sentido: muchos forman una familia por imposición social y ciertas parejas parecen condenadas al divorcio, a la insatisfacción (ese niño que asegura 'no ser hijo de su padre', una excusa de auténtico cine negro que demuestra que nadie conoce a nadie). De todo esto y de mucho más habla After, película maltratada recientemente por canales como Intereconomía (un motivo más, en definitiva, para defender la tarea de Rodríguez). Si estuviera dirigida por un autor extranjero y se hubiera proyectado en Cannes, nadie objetaría nada: den, por lo tanto, una segunda oportunidad a este After hours de querencias y carencias. Películas así, sin ser ninguna obra mestra, engrandecen el cine español.
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