domingo, 22 de junio de 2014

CRÍTICA CSF: EL CONTRATO DEL DIBUJANTE, de Peter Greenaway


EL CONTRATO DEL DIBUJANTE (THE DRAUGHTSMAN'S CONTRACT), de Peter Greenaway
Especial Peter Greenaway: Cinoscar Summer Festival: Retrospectiva
Reino Unido, 1982. Dirección y guion: Peter Greenaway Duración: 100 min. Género: Drama, intriga de época Fotografía: Curtis Clark Música: Michael Nyman Reparto: Anthony Higgins, Janet Suzman, Anne Louise Lambert, Hugh Fraser, Neil Cunningham
¿De qué va?: El señor Neville es un dibujante en alza que se codea con la aristocracia y burguesía de la época. Aunque se le amontonan los encargos, la esposa y la hija del poderoso señor Herbert le ofrecen un trabajo muy particular: realizar doce reproducciones de la casa que los Herbert tienen en Wiltshire. La altanería del pintor, junto a la insistencia de las féminas, sella un contrato con cláusulas de lo más particulares: el señor Neville puede imponer a placer las condiciones que considere oportunas para la realización de los cuadros, y a su vez las mujeres deben servirle puntual y carnalmente según sus necesidades. La esposa del señor Herbert alega que los bocetos servirán para reconciliarla con su marido, pero sus motivaciones van más allá de hasta donde el pintor puede retratar e imaginar.


Tras realizar numerosos cortometrajes y documentales, Peter Greenaway escribió en seis meses el guion de El contrato del dibujante, la película que relanzaría su carrera y que lo convertiría en uno de los nombres más importantes del cine de los 80. De sus primeros trabajos a El contrato del dibujante, en realidad, únicamente se observa un cambio en la perspectiva narrativa: si en Windows o H is for House el propio director asumía a modo de narrador omnisciente el protagonismo de la historia, dotando a esos cortometrajes de un estilo documental y de un metalenguaje artístico muy singular, en El contrato del dibujante todas esas funciones recaen sobre Mr. Neville, el arrogante pintor que se dispone a realizar doce dibujos desde distintas perspectivas de la casa de campo de la familia Herbert. El pintor funciona, por lo tanto, como alter ego ligeramente distanciado del propio Greenaway: la simiente del relato la encontramos en diferentes anécdotas del director, sobre todo en su obsesión por pintar la casa donde veraneaba con su esposa y sus hijos a finales de los 70. Greenaway, por lo tanto, apela al arte dentro del arte, aunque de modo distinto: el ficticio artista impone sus leyes durante los doce días que pinta el hacendado de los Herbert, y con ello Greenaway nos muestra tanto la evolución de un proceso artístico (los dibujos van formándose poco a poco ante nuestros ojos) como la tiránica y escrupulosa rutina del artista (vemos con todo lujo de detalles las peticiones del pintor y los contextos en los que se realiza cada cuadro).


El contrato del dibujante también tiene su base en el teatro. Greenaway consigue que sus actores actúen exagerando sus gestos y sus tonos, de forma que en todo momento da la sensación de que la historia se edifica sobre cierta impostura. Los personajes parecen hablar y a la vez escucharse, como si cada palabra obedeciese a intrincados deseos, a ocultas voluntades que estallan al final del relato. De hecho, el exceso 'marca de la casa' aparece aquí como una de las máximas del film: Greenaway, traicionando la verdad histórica de la película, decidió que el vestuario y mobiliario imperante fuese de un gusto barroco, más extremado y exagerado que el que realmente correspondería a la época de la ficción (los años postreros del siglo XVII). Y en consonancia con el espíritu teatral, no sólo los personajes agravan sus aportaciones y recitan de forma engolada sus líneas de guion, sino que los espacios y las transiciones entre escenas están dispuestas a modo de decorados teatrales (o bien la casa se entoja una sombra en la lejanía, y por lo tanto dotada de cierto halo de irrealidad, o bien los espacios interiores se representan fuera del contexto natural de una casa: ahí están los momentos en los que los personajes conspiran y confabulan agazapados a la luz de una vela en un escenario ausente, o bien la simbólica cena en la que parece la parte trasera de la mansión, culminada en un plano general que parece reforzar la irrealidad y las incoherencias del espacio). Todo ello, recordemos, en una historia que habla, paradójicamente, de la medida exacta dentro de la desmesura, de las proporciones correctas dentro de un conjunto desproporcionado: en el set de rodaje de El contrato del dibujante, por lo tanto, se asentó el estilo de Greenaway y la necesidad de traicionar, seguir y aunar las constantes de todas las manifestaciones artísticas existentes.


Pero con Greenaway tras las cámaras, las dobles lecturas y las relaciones 'arte dentro de arte' no terminan aquí. De hecho, una de las grandes virtudes, y a la postre el factor que diferencia El contrato del dibujante de todas las obras de su autor, es la pericia de la historia por remitir e impactar a un nivel exclusivamente sensorial (disfrutar, al fin y al cabo, del envoltorio artístico del film) y a la vez ser una intriga que va más allá de su belleza exterior, subyugante o cargante según el paladar del espectador, y por lo tanto banal o preñada de sentido(s) según la sensibilidad del que mira. En este sentido, El contrato del dibujante acoge para sí misma la complejidad del arte en estado puro: allá donde unos asistirán a la concatenación de unos diálogos excelentemente dictados en un inglés académico, otros intuitán un sinfín de indirectas que cogen forma en las últimas escenas; y mientras unos observan las creaciones del dibujante como copias de un paisaje, otros leen un mensaje cifrado de intenciones ocultas. Hay que añadir por lo tanto otra arista más: la crítica artística que recorre todo el film y que se refleja en las conductas del dibujante. El protagonista reproduce únicamente lo que ve, y ello le impide trascender los objetos que retrata, adelantarse al plan que la señora Herbert y su hija están tejiendo a sus espaldas. El artista es para Greenaway un pobre diablo, un ser miserable pagado de sí mismo e incapaz de otear más allá de donde alcanzan sus ojos y hasta donde terminan sus necesidades económicas y sus pulsiones sexuales. El contrato del dibujante es, por lo tanto, un cuadro que va creándose coincidiendo con el avance del metraje, de forma que a medida que se perfilan las figuras, la inocencia inicial de los personajes termina en drama violento. La película vira de la comedia grotesca a la tragedia griega, con un fantasma - bufón shakespeariano que aparece y desaparece sin lógica alguna (contraposición, quién sabe, de la rigidez del conjunto) y con momentos de una tensión dialéctica tan lograda y de una precisión literaria magistral como el momento íntimo en la alcoba con la granada. 


Y tras la literatura, sólo nos queda sumar el cine a la babelia de artes que conforma El contrato del dibujante. No sería extraño que Greenaway hubiese concebido el film influido por dos películas británicas de los 70: La huella de Joseph L. Mankiewicz (del que Greenaway toma cierta estructura de pieza de cámara y juego macabro con muy pocos personajes y un apulento espacio que cumple las funciones de personaje autónomo) y Barry Lyndon de Stanley Kubrick (la influencia plástica del film de Kubrick, no por casualidad un cineasta que también buscaba la proporción áurea en sus trabajos, es más que evidente). Las relaciones siguen con la misma filmografía de Greenaway: a su transversal interés por reflejar el funcionamiento de los procesos artísticos se añade la conspiración femenina como una de las constantes de su obra, detalle que el galés retomó con más fuerza si cabe, aunque con menor redondez formal, en Conspiración de mujeres. El contrato del dibujante, en definitiva, es una gran exposición y digresión sobre el arte, sus mecanismos y sus posibilidades. Algunos alegarán, y tal vez con razón, que el film carece de aquello que debería estar presente en toda pieza artística: la capacidad de emocionar. Otros nos sentimos fascinados por una película-capricho cuyos engranajes activan nuestra capacidad perceptiva como pocos autores son capaces de realizar. El contrato del dibujante, aun siendo la primera manifestación del sello Greenaway, es en sí misma una 'película mundo': de ahí que permanezca viva, igual de polémica, tan a contracorriente como el primer día.

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