sábado, 29 de marzo de 2014

Crítica de UNA VIDA EN TRES DÍAS (LABOR DAY), de Jason Reitman

Aunque a priori puede parecer que Una vida en tres días no tiene nada que ver con la filmografía anterior de Jason Reitman, el film establece numerosos puentes con la obra del que es uno de los narradores más interesantes del nuevo siglo. Lejos del tono cómico que lo caracteriza (o sea: de la sátira de Gracias por fumar, de la locuacidad adolescente de Juno, de la reinvención de las convenciones amorosas de Up in the air y de la negrura generacional de Young Adult), Reitman se adentra en el melodrama de resortes clásicos, un ejercicio arriesgado del que se extraen influencias de cineastas de cuño reciente como Todd Haynes, Todd Field o el mismísimo Clint Eastwood. La filiación de Reitman a la última comedia indie norteamericana puede despistar al espectador, pero en esencia su cine dista de ser cómico, al menos en sus bases estructurales. Una vida en tres días, en definitiva, amplía el muestrario de vidas al límite y de encrucijadas vitales marca de la casa: la alicaída mujer que da vida Kate Winslet, su hijo y el convicto fugitivo que reside con ellos durante unos días tienen, por ello, muchísimos nexos en común con el anterior charlatán encerrado en un bucle de propaganda contradictoria, la laureada adolescente que afronta su prematuro embarazo aparentemente con el mejor de los humores o el taquillero dandi viajero que despide al personal de distintas empresas. Reitman pone al mal tiempo buena cara, y en La vida en tres días la carcasa humorística se desprende, dejando a la superficie los deseos, las pulsiones y las goteras del relato. El cine de Reitman, en otras palabras, no ha cambiado sus señas, pero sí ha mutado formalmente, y es en ese apartado donde Una vida en tres días se convierte en una radiografía del desencanto de la Norteamérica de los 80, tiempo después de la década de los 50 que retrata Revolutionary Road y en el umbral del sentir yanki anterior al 11-S y coincidente con el cambio de milenio que retrata American Beauty.


Asumido el 'nuevo' rumbo que toma Jason Reitman, puede decirse que Una vida en tres días es un melodrama irregular que pese a sus flaquezas sale victoriosa por la sinceridad de los personajes, por la autenticidad de los actores que los encarnan y por el lirismo de un guion que en líneas generales sabe dibujar momentos de gran belleza. La película tiene la pericia de unir el drama de sus tres protagonistas, de forma que el film fluye lento pero con paso seguro: sorprende que el crecimiento-descubrimiento vital y sexual del hijo esté contado en paralelo al despertar de la madre y al revivir del hombre recién llegado (el personaje menor de edad, narrador de la historia, proyecta en esas vivencias un período curtidor cuyas consecuencias e influencias reverberan hasta el tiempo presente, mientras que los personajes adultos asisten a una nueva oportunidad inesperada para reconducir sus aciagos caminos tras dos desengaños amorosos). Con todo, los mecanismos para explicitar los dramas de los personajes resultan menos redondos: la voz en off es un recurso a ratos anticlimático, los personajes no terminan de contarse sus secretos (y cuando lo hacen, no siempre se resuelven de la forma más satisfactoria: Reitman habría ganado enteros con menos diálogos y símbolos más sutiles), y el recurso de cerrar la historia con un epílogo cuya trama se desarrolla treinta años después refuerza la sensación de que los bordes del film distan de estar todo lo pulidos que deberían.


Una vida en tres días, defectos aparte, está rica en matices que merecen un análisis más detenido, algo que honra a Reitman y que lo convierten en uno de los autores más avispados de su promoción. Solo citaremos un ejemplo: la escena en la que el niño compra una cuchilla de afeitar en la tienda ante la sorpresa del vendedor, acaso una simple anécdota, sirve para contar el anhelo infantil por un referente paternal (trauma que llega a la adolescencia: la cuchilla es una metáfora del paso del tiempo) y el doloroso ambiente femenino que preside la casa materna (la cuchilla como objeto que brilla por su ausencia en las estancias de la casa, transformadas en consonancia con la tristeza de la madre y su rechazo a cualquier referente del otro sexo), y a su vez conjuga el drama de interiores con el thriller al retratar la presión social que los habitantes de la villa ejercen sobre los personajes (hasta el punto que esas amenazas externas consiguen frustrar un final feliz que el espectador desea con vehemencia: la cuchilla, pues, es también un dibujo claro del filo que posteriormente cortará y separará sin remedio los destinos de los personajes). 


Una cinta, en resumen, con muchísimos frentes de interés pese a su dubitativa estructura formal. De ella, queda el poso de las grandes historias de amor, como hiciese veinte años atrás Los puentes de Madison. También la sensación de que el film merecía mejor fortuna en la pasada temporada de premios. Y una evidencia: quien escribe se emocionó enormemente en los últimos minutos de metraje, algo que no han conseguido otros estrenos más valorados por la crítica. No es una obra maestra, pero sí un notable drama al que este blog volverá en breve, libreta y lápiz en mano, con la caja de pañuelos cerca y los ánimos dispuestos a reivindicar un romance que, pese a durar tres días, abarca toda una vida.

Para reconciliarse con el amor y el cine romántico en mayúsculas.
Lo mejor: La escena del pastel de melocotones en la cocina.
Lo peor: La no siempre atinada conjunción de flashbacks y voz en off.

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Nota: 7

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